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Beatriz Caselli, por Cecilia Sorrentino


Me llamo Beatriz Caselli, tengo sesenta y cuatro años y una historia en la que no hay situaciones trágicas.
Cuando tenía seis años fui por primera vez sola a  visitar a mis abuelos que vivían a la vuelta. Mi madre me acompañó hasta la puerta y al llegar yo a la esquina la saludé con la mano. Apenas unos pasos después del saludo un hombre me arrinconó, balbuceó algo que no entendí y abrió su sobretodo. Me escurrí contra el cerco de ligustrinas y corrí sin parar hasta la casa de mi abuela.
Después mi madre dijo que alguna vez le había pasado un episodio como ese a ella y a mis tías también. Que nunca falta un degenerado y que por eso era mejor no andar sola por la calle, evitar la hora de la siesta y, llegado el caso correr. Yo lo había hecho muy bien.
Pronto supe que también debía evitar quedarme sola con un primo bastante mayor que bajaba el cierre del pantalón y me invitaba a acariciar su “¿viste qué lindo?”. Pero esto nunca lo conté.
A los dieciséis años, una tarde fui con una amiga al museo de la casa de gobierno. No sabíamos que faltaban pocos minutos para el cierre, ni que habían salido los últimos visitantes. El museo era un túnel y, cuando llegamos al fondo se apagaron las luces. Tuvimos que hacer el zigzag del regreso en completa oscuridad. Dos veces encendieron las luces por unos segundos y recuperamos cierta orientación. Escuchábamos las risas contenidas de los hombres que nos habían cobrado la entrada. Éramos tan ingenuas que avanzábamos con cuidado para no dañar las vitrinas y las porcelanas de la exposición. Nuestros padres no consideraron hacer una denuncia. El episodio se comentó como una broma de mal gusto.
Bastante después, cuando mis hijos eran chiquitos, yo daba clases en un instituto de formación docente; dos veces por semana volvía tarde a casa. Eran cuadras oscuras así que mi marido me esperaba en la parada del colectivo. Lo hizo hasta que decidí seguir estudiando y me inscribí en un seminario.
-Si te da el cuero para salir por gusto también te da el cuero para volver sola- dijo. 
Desde entonces, al llegar a casa lo encontraba dormido.
Pasaron los años. No recuerdo cuándo empezó a decirme “quién te creés que sos”. Quién me creía que era para hacer o para decidir con lo poco que ganaba como docente.
Durante el trámite de divorcio aún se resistía a la división de bienes en partes iguales: yo no había aportado a la economía familiar tanto como él.

Esa fue la primera vez que alguien me explicó: lo hace porque sos mujer.

El último episodio que quiero contar es muy reciente. Hacía un año que estaba en pareja con un hombre de mi edad. Esa noche cenábamos con colegas suyos; psicoanalistas lacanianos. Mujeres y varones. Y un colega gay con su pareja de muchos años.
Conversaban sobre un congreso en el que habían estado pocas semanas antes, en Río.  Me llamó la atención que, varias veces, cuando mencionaban a colegas mujeres que habían visto o conocido en el congreso, decían: una histérica.
Entonces pregunté si habían encontrado también algún varón histérico.  
-Cuidado con ella que es lectora de Virginia Woolf- les advirtió mi pareja con las manos en alto.
-¡Uh!- fue la respuesta a coro.
Pregunté si dudaban de la vigencia del patriarcado y estalló una carcajada unánime.
De allí en más la diversión de la noche consistió en atribuir al patriarcado cuanto surgiera en la conversación: desde el precio del vino que tomábamos, hasta la humedad de Buenos Aires.


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