Yo
aborté. Aborté y durante el aborto, el médico abusó de mí, aprovechándose de la
clandestinidad y de la ilegalidad que ambos estábamos cometiendo, según la ley.
Tenía 22 años y aborté sola, porque el hombre que debería haber abortado
conmigo se borró económica y afectivamente, del mismo modo que se había borrado
de sus dos novias anteriores que también habían resultado en embarazos. Así que
tuve que tomar coraje y decirle a mi viejo, temblando de miedo y llorando como
un bebé, que me había quedado embarazada y que quería abortar. ¿Por qué a mi
viejo y no a mi vieja? Porque desde que empecé a tener vida sexual, mi vieja,
una mujer formada en la universidad, artista, muy progre, nunca me habló de
métodos anticonceptivos, ni del respeto y el consentimiento durante el acto
sexual, ni del placer, ni del cuidado, lo único que me repitió sin parar fue
“si abortás, te cagás la vida”. Así que no se me cruzó por la cabeza decirle
nada a ella y sí a mi viejo, que es médico, pensando que me iba a poder
acompañar mejor.
Lamentablemente
también me equivoqué. Debería haberle dicho a alguna amiga, sin dudas no
hubiera sido lo mismo. Pero me sentía tan culpable por haber llegado a esa
situación que no quería comprometer a nadie, no quería hacerle perder el tiempo
a nadie, sentía que tenía que hacerme responsable de mis actos. Lo único que me
dijo mi papá fue “te lo pagás vos” y no tengo en la memoria ninguna reacción de
afecto. Por más que él siempre haya sido un gran compañero, en ese momento no hubo
abrazos, no hubo consuelo, no hubo más palabras que esas. Llamé entonces a mi
ginecóloga de siempre, una ginecóloga cara del barrio de Palermo, donde vivo,
con intermitencias, desde siempre. Fui a la consulta, me hizo un tacto y me
dijo que ella no hacía abortos, pero que tenía un número para darme. Sin
recomendaciones, sin ninguna pregunta más allá de fecha de menstruación, me fui
de ahí con la tarjeta del médico y con una orden de examen de HIV. Volví a lo
de mi viejo (mis viejos están divorciados desde los años 80), una gran casona
en Palermo “Sensible”, y pedí turno con él en principio para una ecografía para
el día siguiente. Ese día, y todos los que pasaron, disimulé seguir con mi vida
normal, fui a trabajar a la escuela de teatro donde era secretaria y a cursar
en la Facultad de Filosofía y Letras. Solo le conté a mis amigas más cercanas
que me había quedado embarazada y que iba a abortar, pero dije que no quería
hablar del tema. Me sentía tan culpable e irresponsable, que no quería
involucrar a nadie. Fui sola a hacerme la ecografía. El consultorio estaba
localizado en un elegante edificio en Avenida Santa Fe y Callao, frente a lo
que hoy es la librería El Ateneo y en esa época era el cine Gran Splendid,
donde once años atrás había ido a ver El Rey León, me acuerdo que pensé. El
embarazo tenía varias semanas ya, estaba de dos meses, así que iba a tener que
hacer las cosas de manera bastante acelerada, me dijo el doctor. Como estaba en
fecha de parciales y no quería que el aborto me comprometiera los estudios (mi
pacto con mi viejo siempre fue que hiciera todo lo que quisiera, pero no dejara
de estudiar) ni mi trabajo (¿cómo iba a justificar mi ausencia?), agendé el
aborto para un viernes a la mañana (los viernes no abría la escuela de teatro)
dos semanas después. Estuve, así, dos semanas embarazada en secreto. Ni a mi
compañera de trabajo le conté, una gran mina, sobrina de desaparecidos, nacida
en México porque sus viejos se habían tenido que exiliar durante la dictadura,
estudiante de psicología y hoy portante del pañuelo verde. Recuerdo que un día
antes del aborto le mentí diciéndole que al día siguiente tenían que sacarme un
quiste del ovario, que estaba un poco nerviosa. Sí, estaba nerviosa, pero no
dejé de ir a entregar mi monografía bien temprano y después me encontré con mi
viejo en la puerta del consultorio.
Subimos,
esperamos un rato en la sala de espera, un living grande con pisos de parqué y
con un ventanal amplio, luminoso. Al lado mío había una pareja joven esperando.
Salió entonces el médico, un hombre mayor, canoso, grandote, le preguntó a mi
viejo si entraba conmigo. “No”, contestó sin mirarme. Así que impulsada por mi
“responsabilidad”, pasé sola. El consultorio no era el mismo en el que me había
hecho la ecografía. Ése daba al frente, estaba todo iluminado. El otro, daba al
contrafrente y las persianas estaban bajas. Sin mediar ningún diálogo, me dijo
que me sacara la ropa, “toda la ropa” (qué tienen que ver las tetas en el
aborto, todavía me lo pregunto), me dio una bata de esas que nada tapan y, una
vez lista, me pidió que apoye mi cola en el borde de la camilla. No era una
camilla especialmente alta, pero igual se me acercó para subirme: me abrió las
piernas, me agarró de la cintura, y me subió, apoyándome su sucios miembros
vestidos en mi ilegal vagina. La dudé, cómo podía ser, estaba equivocada, pensé
y durante muchos años pensé eso, dudé de mí.
Me
hizo poner los talones en ese elevador de piernas que tienen los ginecólogos y
me dijo que me iba a anestesiar. Sentí un pinchazo y enseguida sus dedos
recorriendo mis muslos. “Sabés que sos muy linda, ¿no?”. Ni sé qué le respondí,
ni si le respondí. Recuerdo que temblé toda la operación y que mis lágrimas
caían sin parar de mis ojos cerrados. No vi nada y solo sentí tirones, pero
nada más allá de eso. Estaba anestesiada. Es el día de hoy que no sé qué me
hizo ese perverso, más allá del aborto. Cuando terminó y me dijo “ya está”, me
dio una serie de instrucciones de cuidado sin mover su cuerpo de entre mis
piernas. Ni bien se paró, me bajé dolorida de la camilla para cambiarme rápido.
Salí y mi viejo ya estaba parado preparado para irse. Atravesamos la puerta de
salida y en el pasillo rumbo al ascensor, rompí en llanto. Exploté. Pero al
instante mi papá me miró y me dijo, “No llores, lo que acabás de hacer es
ilegal”. Con el cuerpo dolorido, mi viejo y yo nos volvimos en colectivo, no
porque no pudiéramos tomar un taxi, ya a esa altura mi papá solo viajaba en
business, habrá sido porque no quería gastar ni un centavo en mi aborto. Puede
ser. Así que viajamos los dos callados en el 39. Solo recuerdo un pequeño
diálogo: “Ahora te queda hacerte el examen de sangre”, “Sí, lo sé”. Examen de
HIV, quería decir con ese eufemismo, el único riesgo que mi condición de clase
suponía que podía correr. Por suerte me dio negativo, así que la historia quedó
en el olvido hasta hace poco tiempo, que me animé a recordarla, a contarla y a
asumirla como un abuso. Y hoy, siendo mamá de dos hijas mujeres, me animo a
escribirla y me animo a decir que el aborto tiene que ser legal no solamente
para no morir, también para que no exista una excusa más para que abusen de
nosotras. No me cagó la vida el aborto, viejita, me cagó la vida que sea
ilegal.
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