Tuve muchas dudas en dar mi testimonio,
pero me decidí porque pienso que puede ser un granito de arena más para poder
avanzar en esta lucha.
Nací
mujer y primogénita en una familia italiana conservadora. Como eran los ’80,
mis papás no supieron que iban a tener una nena hasta que nací y desilusioné a
muchos familiares sólo al dar el primer respiro.
Ni papá ni su familia pudieron superar el
hecho de que yo no hubiera nacido hombre. “Tuviste una calabaza“, le decían mis abuelos
a mi papá.
Cuando
yo tenía cuatro años, mi papá me sacó de una reunión familiar colgando de mi
brazo. No me acuerdo bien por qué, sí que me llevó zamarréandome hasta la barrera
de Turdera. Fuimos hasta un lugar en donde no había nadie y, frente a las vías,
ya en el piso, me pegó a escondidas de todos hasta que me partió el labio.
Las
escenas de mis papás discutiendo y las sillas volando para golpearse, eran
frecuentes. Luego de esas batallas, se cenaba con toda normalidad y sin ninguna
explicación. Mientras comíamos, veíamos documentales en silencio. Por esa época
yo quería ser astronauta: el espacio se veía silencioso y tranquilo.
Un verano, cuando yo tenía doce años, estábamos en la casa de mi abuela paterna y me
puse un solero floreado de ella. Para
rellenarlo inflé dos globitos y me los puse adentro del solero como si fueran
pechos. Recuerdo que mi papá vino y me agarró de la cintura para que no me
pudiera escapar. “Qué fuerte que estás“, me decía, y me reventó los globitos
con los dientes.
Yo no podía hablar con nadie sobre todo lo que me estaba pasando, entonces, a
esa edad, quise empezar terapia. La terapia resultó no conveniente para mi papá y al tiempo, amenazó a mi
analista. Tuvimos que tener nuestras sesiones clandestinamente en algún lugar
de Temperley, que mi papá no conociera. Yo le pagaba con los vueltos que iba
recolectando de los mandados. Cuando terminé la terapia, mi analista me dijo:
“Tenés que enojarte, y cuando no haya nadie más que pueda socorrerte frente a
él, andá a la policía“. Pero yo nunca confié en la policía ya que mi mamá fue
varias veces luego de las palizas que le daba mi papá. Era inútil, nunca pasaba
nada.
Yo tenía dieciséis años cuando, una noche en que no podía dormir, me
levanté y fui a la cocina a tomar agua. Allí estaba él, totalmente desnudo. Ante
mi espanto, él actuó con naturalidad y me preguntó qué quería en la cocina,
mientras su pene colgaba laxo y arrugado. Yo volví a mi cuarto, estaba en
shock. Desde la cocina lo oí, “Qué, me preguntó, nunca viste a un hombre
desnudo?“
De chica quería ser astronauta pero cuando
terminé la escuela me anoté en arquitectura.
“Esa
carrera es para hombres, me dijo mi papá, no seas estúpida y estudiá una carrera
de mujer“. Por esa época, él estaba saliendo con alguien veinte años menor con quien tenían relaciones sexuales en nuestra casa
sin importar que mi hermano y yo estuviésemos. Ni siquiera le importaba que escucháramos
todo, inclusive desde nuestro cuarto con la puerta cerrada. Yo le preguntaba
por qué hacía eso. “Para demostrarte lo que es el amor“, me decía mi papá.
Cuando
empecé a estudiar, él se comprometió a pagar mi facultad pero sólo lo hizo un
mes. Tuve que conseguir un trabajo de noche, como telemarketer, para poder
pagar mis estudios.
Tuve
contacto con él hasta mis veintitrés años, después de una paliza que me dio en el cuarto del fondo de su casa donde yo
vivía muy precariamente y sin ducha. Me golpeó porque según él yo era incapaz de invertir mi sueldo en comprarme una vivienda y “mandarme a mudar”,
como lo había hecho él a mi
edad. Eso tenía que hacer yo con mi sueldo, según mi papá, comprarme una
vivienda y no usarlo para pagarme la carrera.
Lo
que rescato de este proceso de salvación fueron mis terapias, mis objetivos
firmes de que mis estudios fueran mi conquista personal, mi mundo, mi salida.
Me
pude enojar mucho después, de más grande. Ahora, a catorce mil kilómetros,
lentamente me reconstruyo y me acerco sin miedo a ser quien soy, en otra
cultura y en un idioma que no entiendo al cien por cien, pero está bien así.
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