" Me llamo Bárbara Baum, nací
en Salto, provincia de Buenos Aires, donde vivo hasta hoy.
Una noche mi mamá se fue
a jugar a la canasta con unas viejas
de acá a la vuelta. Ricardo quedó a cargo mío yo tenía nueve años. Me manoseo. Me encerré en el baño y
esperé a mi mamá para contarle todo. Pero no me creyó, y encima, me fajó; después
me echó a la calle, por mentirosa, me dijo.
Viví en lo de mi abuela,
con ella y un primo de mi mamá. Una tarde este tipo se me metió en la ducha, y
me violó, con rabia. Me fui, tenía trece años; por miedo a que no me creyeran
no le dije a nadie.
Dormí en un parque, hasta
que una señora que siempre me veía en los bancos de ese parque me ofreció una
piecita.
Cumplí los dieciséis, y
ese mismo día conseguí de telefonista en una remisería. Ahí conocí a Alfredo
Ferrari, con quien viví cinco años y tuve dos nenas y un nene.
Con Alfredo todo anduvo
bien, hasta que quedé embarazada. Después de eso, la cosa cambió mucho; no paró
de insultarme y de cagarme a palos casi todos los días, por nada; inventaba excusas.
Alfredo era un tipo de mierda,
pero de mierda de verdad. Ya ni me importaba. Yo quería una sola cosa: Que me
embarazara. Quería tener un hijo y nada más. Tuve tres. Hoy pienso que -en el
fondo- lo que quería era no sentirme nunca más sola.
Esa vez me adelanté a lo
que podía pasar, entonces le juré que si tocaba a mis hijos lo mataba. “Pero a quién
vas a matar vos, mal cogida”, me dijo, y se reía.
El muy estúpido se confió
porque yo tenía nada más que veintiún años. Pasaron unos días. Después de comer,
tipo dos, les pegó no sé cuántos cintazos a las nenas, adentro de la pieza:
“Porque no querían dormir la siesta”, me contestó.
Les pegó con la hebilla
más grande que tenía, de un cinto que ni usaba, cosa de lastimarlas bien
lastimadas. En el momento no hice nada.
Y siguió pegándoles. La
rabia que yo tenía adentro me iba a enfermar, una vez hasta me desmayé porque
me levantó la presión.
Me remordí meses, todo el
tiempo. No podía más.
Una noche vino a ver el
partido de Boca y River, estaba borracho; nos cambió de canal, me putió de
arriba abajo, porque tenía ganas nomás, yo me fui a la cocina; terminó el
primer tiempo, me pidió no se qué cosa –no podía ni hablar del pedo- y le dije
que no, se me vino como loco, cuando lo tuve atrás me di vuelta y le metí una
cuchilla de cabo blanco en la panza, bien hasta el fondo, y lo llevé al
hospital.
Se ve que aprendió porque
se fue a vivir a lo de su mamá.
Estuve una semana presa,
pero me largaron porque fueron muchos los testigos que contaron lo que Alfredo
me hizo esos años.
Lo peor de haber estado
presa fue que esa semana los chicos estuvieron con él, en la casa de su mamá.
Cuando los fui a buscar la mamá de Alfredo me pegó con un palo y él me pateó en
el suelo. Me los traje igual a los chicos gracias a unos vecinos que me
ayudaron.
A Alfredo le pusieron una restricción. Pero una tarde, mientras yo
trabajaba, los volvió a llevar a lo de su mamá. Fui con la policía, nos
entregaron los chicos enseguida. Yo no soy boluda, sabía que él volvería a
robarlos, cualquier tarde, mientras yo trabajara.
No me importaba nada más
que mis hijos. Trabajé de noche, mientras mis hijos dormían; me acosté con
tipos por plata. Todo eso fue un asco, pero fue lo que nos dio de comer y fue
lo único que se me ocurrió por si Alfredo volvía cualquier tarde a llevárselos.
Yo siempre en casa, todo el día. No me arrepiento de nada.
Ese mismo año me junté
con un hombre, que conocí mientras fui prostituta, había sido mi cliente. Volví
a mi trabajo anterior, él colaboró con todo en la casa. No es fácil hacer de
nuevo mi vida, en estos pueblos todos saben todo.
Yo tenía veintiún años
cuando lo apuñalé; y ese mismo año trabajé de noche. Hoy tengo treinta y seis. "
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