En
la combi que nos llevó desde Liniers, cuando Isabel dejaba de darme conversación,
yo me perdía mirando a los otros pasajeros. Me detuve en cada adulto, en cada
niño. Todos tienen ese programa de domingo: visitar a la mamá, a la mujer,
a la hija que está en la cárcel. Recorrí sus bolsones, sus paquetes. En bolsas
de residuos -de las de consorcio- cargan artículos de limpieza, papel higiénico,
alimentos envasados. En cajas plásticas con tapa llevan el almuerzo: pollo al
horno con papas y batatas, guisos, fideos con estofado. Hay paquetes más
pequeños con facturas, bizcochuelos. Una torta de cumpleaños. Los niños que llevan
un oso o una muñeca bajo el brazo duelen.
Idalina y yo no nos
conocíamos personalmente. Hablamos por teléfono durante meses, mientras yo escribía su historia para publicarla en ¿Porqué llora esa mujer?
El verano pasado completé
los trámites que exige el Servicio Penitenciario Federal y el domingo 25 de
marzo fui a visitarla al penal de Ezeiza.
Me acompañó su amiga
Isabel. No hubiera podido sin ella.
La admisión a la visita comienza
ante dos ventanas de vidrio espejado que hay en el frente de uno de los edificios
de acceso al pabellón. Las dos están cerradas. En papeles escritos a mano y
pegados a la pared se indica qué documentos es necesario presentar. Isabel se
paró ante una de las ventanas y me indicó a mí la otra. Al cabo de unos minutos
mi ventana se levantó apenas diez centímetros sobre la base del marco; una voz
de mujer me hizo una pregunta que no escuché. Bajé la cabeza a la altura de
esos diez centímetros -más o menos la de mi cintura- y la mujer, con uniforme
de fajina y el pelo recogido repitió: ¿Nombre y apellido de la interna? ¿Trajo
todos los papeles? Estaba doblada al medio, en ángulo casi recto, incómoda,
igual que yo.
Ese primer trámite y, después, la espera
al frío de la mañana son un castigo para las visitas. Un maltrato anticipado
ejercido por una institución que supone –quizás como buena parte de la
sociedad- que si tenés a quien visitar ahí adentro, entonces, estás afuera sólo
por ahora; estás en libertad, todavía.
Sin embargo yo recibí cierto trato
preferencial.
-Va a tener que disculpar la
demora, dijo la mujer que recibió mis papeles.
El servicio penitenciario me está
“leyendo”, pensé. ¿Tendría que haberme puesto zapatillas en vez de mocasines?
¿La campera vieja que uso para salir a caminar? No, es negra; Isabel dijo que
no me pusiera nada negro.
Esperábamos que nos hicieran pasar
a la zona de controles, cuando la voz del otro lado de la ventanilla le gritó a
la mujer que acababa de presentar sus papeles que su hija ya no estaba ahí.
-No sabemos dónde está –dijo la voz
del otro lado y los diez centímetros se cerraron de un golpe.
La mujer que acababa de presentar
sus papeles, como extraviada, caminó hacia nosotras.
-Dice que mi hija no está aquí y
que no sabe, que ellos no saben dónde está. ¿Cómo no van a saber? ¿Cómo que no
está? Si me llamó el viernes. Anteayer, me llamó. ¿Dónde está hoy? ¿Y quién sabe
dónde está si ellos no lo saben?
Isabel la tomó de una mano y le
explicó algo. Me quedé pensando en aquellas escenas que tantas veces nos
contaron las Madres. Sigue pasando, pensé; con estas otras madres sigue
pasando.
La mujer fue una vez más hacia la
ventana, golpeó, esperó, golpeó; los diez centímetros se abrieron por un
instante y volvieron a cerrarse. Ella regresó a nuestro lado:
-Está en el 27, la llevaron al 27. Dice que allí no se
reciben visitas. ¿Qué es el 27?
Después, por Idalina, íbamos a saber que al módulo 27 llevan
a las internas que entran en crisis; a las que intentaron o podrían intentar
matarse. ¿Cómo lo habrá sabido esa madre que se fue sin respuesta?
El sitio en el que las visitas se reúnen
con las internas es un enorme gimnasio. Tiene techos altísimos, aros de
básquet, y una pequeña puerta que da a un rectángulo de aire libre amurallado y
con manchones de césped: el jardín.
En el gimnasio hay tres mesas con seis o siete sillas
alrededor. Cuando llegamos, después de los controles, esas mesas estaban
ocupadas. Me pregunté si tendríamos que sentarnos en el piso. Para Isabel era
todo tan familiar que no se le ocurría explicarme nada. Y yo no quería estar
preguntándole a cada rato.
Sobre uno de los lados del gimnasio
vi una cocina de seis hornallas y un horno grande, de dos puertas. Del lado
contrario, detrás de una pared que no llega al techo: los baños. Varones de un
lado, mujeres del otro.
El sitio está iluminado por
reflectores pero algo de la luz del sol se cuela por unas guías de ladrillos de
vidrio que hay a la altura de las vigas del techo.
Miré las mesas ocupadas por las familias
que habían llegado antes: tomaban mate con facturas, charlaban, reían. Todavía
no lograba descubrir quién era la interna entre ellos.
Seguimos un buen rato allí de pie, esperando
a Idalina frente a la puerta de rejas por la que habíamos entrado. Cuando se
cruzaban nuestras miradas, Isabel me sonreía: y me preguntaba si estaba bien.
Iban llegando más y más visitas:
una mujer sola, un hombre joven con su hijo en brazos, un grupo de chicas. Un
hombre de barba, de unos cincuenta años, se acercaba conversando con dos
adolescentes; debían ser padre e hijos, se parecían. No podía dejar de
mirarlos. ¿Qué hacen ellos en un lugar como este? Yo también estoy aprendiendo
a “leer”, pensé.
Las visitas entraban al gimnasio y se
quedaban como nosotras, mirando hacia el pasillo, esperando.
-También ellas van a llegar por ahí
-me explicó Isabel.
Desde el fondo del pasillo se
acercaba una mujer con cuatro sillas de plástico apiladas que arrastraba sobre
las patas traseras. Colgada de un hombro tenía una bolsa grande en la que
adiviné una mesa desarmada. Le pregunté a Isabel si era una interna.
-Sí, Eugenia.
Entonces recordé una de mis
llamadas a Idalina. La mujer que atendió el teléfono esa vez había dicho: Ida
bajó al patio. Ahora yo voy para allá también; ¿quiere que le diga algo?
Le dije mi nombre, y le pregunté
con quién hablaba. Me dijo que se llamaba Eugenia y que me quedara tranquila,
que ella iba a avisarle a Idalina.
Hasta esa llamada, todas las
mujeres que atendieron el teléfono del pabellón habían contestado: No está. O
también: ¡Ida, Teléfono!
Nada más.
Abrieron la reja para que pasara
Eugenia y ella caminó hacia el hombre de barba. Se besaron. Dejó sus cosas en
el piso, abrazó a cada uno de los chicos y al fin, a los tres juntos.
Me llevó pocos minutos reconocer a
las internas, distinguirlas de las visitas. El acceso al gimnasio era el mismo,
pero ellas llegaban cargando mesas y sillas. Además se habían arreglado especialmente: el maquillaje cuidado, el
peinado recogido en una trenza cosida o el pelo suelto con algún detalle. Las
remeras ajustadas y las calzas coloridas como recién estrenadas. Las zapatillas
y las camperas de jean impecables. Las uñas pintadas.
Miré a Isabel. Ella al menos se
había delineado los ojos. Yo, ni siquiera llevaba rimel.
Isabel habrá pensado que la miraba
por impaciencia y entonces me aclaró que a veces tardaban en avisarles.
-No sé si se olvidan o es pura
maldad -dijo.
Y al rato, bajito y como si lo
dijera sólo para ella:
-Ahí está.
Había visto fotos de Idalina: una hermosa
mujer de 25 años, ojos oscuros y brillantes, el pelo lacio largo, pesado. Ahora
caminaba hacia nosotras una versión opaca de esas fotos.
No sé qué nos dijimos abrazadas;
nos separamos para mirarnos a los ojos y volvimos a abrazarnos varias veces. No
puedo recordar las palabras. Después sí: mientras armábamos la mesa, hablamos del
cine paraguayo, las cartas de los amigos, mis nietos, los talleres que cursa
Ida, su deseo de comenzar la universidad en cuanto complete las materias del
secundario que le faltan.
Isabel empezó el mate. Puso sobre
la mesa un paquete de tapas para empanadas y el relleno de carne que traía en
un taper. Idalina cortó porciones del bizcochuelo que había hecho la tarde
anterior. De un paquete sacó un puñado de harina, espolvoreó una fuente para
horno y comenzó a armar las empanadas. Yo hacía el repulgue y las acomodaba en
la fuente. Cuando Ida llevó las empanadas al horno, aún había lugar en la
rejilla del medio. Al rato, una fila de personas con fuentes en las manos
aguardaba junto a la cocina.
Leímos algunas páginas de El cuento de la criada, la novela que le
había regalado a Idalina su abogada. Ida me contó parte de la historia y yo, lo
que recordaba de Margaret Atwood, su autora.
Isabel sonreía, celebraba las
bromas, pero se iba quedando cada vez más callada. Pensé que quizás hubiera
preferido pasar el domingo con su amiga, las dos solas. Le pregunté si se
sentía bien. Hizo un silencio antes de responder, miró a Idalina y después dijo
algo que las dos saben:
-Pasa tan rápido el tiempo de la
visita, ya son casi las tres; a las cuatro van a llamarlas.
Ida la abrazó, la animó contándome sobre
los viajes que planean hacer juntas “cuando todo esto pase”. Sueños que
comparten desde chicas.
Algunas internas iban y venían
abrazadas a sus parejas. Volvían a las mesas o salían al jardín. Se
acariciaban, bromeaban empujándose, jugando como adolescentes que pasean
despreocupados. Me pareció que todos hacían el mismo recorrido, que cada vez los
veía venir desde la zona de los baños. Se lo comenté a Idalina. Ella se rió con
ganas. Me dijo que era muy observadora y me explicó que el trámite para
conseguir visitas higiénicas es largo y complicado.
Poco antes de las cuatro fui al
baño. Estaba lavándome las manos cuando entraron dos internas; discutían por
algo que una de ellas se había olvidado de “bajar” para la otra: “te dije”, “me
prometiste”, “pará mamita”. Sentí crecer la tensión, el borde entre la cargada
y la furia, entre la palmadita en la espalda y el empujón, que se borraba a
cada instante. Me vi allí, contra la pared del fondo del baño, sin espacio para
salir. Pensé en el cuchillo con el que Ida había cortado el bizcochuelo. De
repente ellas hablaban muy bajo, casi abrazadas. Y un momento después salieron
del baño.
Terminaba de secarme las manos con
el papel higiénico que me había dado Idalina, cuando entró otra mujer. Miró a
las dos que salían, movió la cabeza negando y bufó. Era una visita, la había visto
afuera mientras esperábamos. Se paró a mi lado junto a la pileta. Enjuagaba una
pava pequeña y abollada igual a la de Idalina, igual a la que tienen casi todas
las internas.
-Tengo una pava mejor que esta
porquería, ¿sabe? –dijo sin mirarme-. Y cada vez que vengo pienso en traérsela,
pero al final nunca lo hago. Porque lo que yo quiero es que mi hija salga de
aquí.
Isabel tenía razón, la despedida es
horrible. La gente del Servicio Penitenciario entra al gimnasio a los gritos y
se acabó la visita. Las internas juntan sus cosas, apilan las sillas; abrazan y
se dejan abrazar una y otra vez. Se demoran. Desde un megáfono les ordenan que
se muevan, que hasta que no salga la última interna ninguna visita podrá salir
tampoco. Isabel abrazó a Idalina y dijo que iba al baño porque el viaje era
largo. Aún no había regresado cuando Ida partió con sus sillas y su mesa. Fuimos
las últimas en salir. Me di vuelta para mirar el gimnasio vacío y cerrado. Habían
quedado unas palomas. Volaban de pared a pared, entre las vigas del techo.
Mayo de 2018
Cecilia Sorrentino
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