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Sabina Leiva, por Sebastián La Prezioso



Me llamo Sabina Leiva, tengo cuarenta y cuatro años. Soy madre de tres nenas y dos nenes. La más grande de las nenas, Camila, la tuve con mi primer matrimonio, los otros cuatro con Hugo Contreras, mi último marido. Él abusó de mi hija Camila, su hijastra, y de una de nuestras hijas, Julia. Durante los catorce años que viví con Hugo Contreras fui golpeada por él. Hoy está preso, por el abuso a Julia. Lo otro no se pudo comprobar.

Mi historia empieza cuando mi hija Camila pudo contarme lo que pasó con Hugo: “Es que Hugo era como mi papá, ¡perdón mamá!, yo tenía nueve años; él me compraba todo lo que quería, pero yo tenía que ‘jugar’ ¡Me hizo de todo! Un día no quise ‘jugar’ más… hasta hoy me viene obligando”.

Me cagó la vida. Pero nunca lo denuncié porque el comisario era su amigo.

Cuando entró a casa estábamos abrazadas y llorando, se hizo el boludo. Al rato volvió de la pieza, le dijo a Camila que se fuera, que teníamos que hablar, cuando Camila se fue me dio la cabeza contra la pared, me caí, y con el canto de una cuchilla me abrió la nuca. Me gritó que no abriera la boca por lo de Camila. Pensé que me moría. Le pedí que me llevara al hospital, pero me dijo que no.

No sé cómo ni cuándo salí de casa, caminé perdida. Creo que fue ayuda de Dios. Lo único que me acuerdo es que de golpe estaba entrando en la guardia del hospital, y me desmayé.

Cuando volví en sí no tenía conocimiento ni memoria. Estuve ahí como dos meses. Mi única visita fue él. Mis hijos, mi mamá y mi papá no fueron, les había dicho que si iban me mataba.

Me fui recuperando. Una mujer que me reconoció hizo la denuncia. Recién ahí fueron mis hijos, mi papa y mi mamá a visitarme. Dos policías que, según me contaron, ya habían ido antes a verme tomaron nota; yo no me acuerdo que les dije. Ellos ya sabían mucho de Hugo, lo venían investigando. Mi papá les contó todas las denuncias que él mismo hizo y que el comisario “cajoneó”.

Cuando me dieron el alta, los policías me dijeron que el fiscal Zapata ya estaba al tanto de todo. A Hugo le habían puesto algo así como una “reducción”, le habían prohibido entrar a casa. En esos días los oficiales fueron a la heladería donde trabajo para decirme que lo de Hugo no terminaba con las palizas que me daba ni con lo de Camila, creían que había algo más. Me dijeron que yo haga como si nada cuando lo viera, que le diera la razón en todo, que no chocara con él, que ellos lo iban a seguir de cerca hasta que metiera la pata.

A Hugo lo detuvieron una tardecita cerca de la estación del tren. Iba en su coche con Julia, nuestra hija mayor, de once años. A Julia le encontraron semen y vellos de su papá, a él vellos y sangre de Julia. Lo habían visto cargar a Julia en el coche, lo siguieron y dejaron que la abusara porque necesitaban esas pruebas para meterlo preso.

Eso es algo que yo no voy a poder entender nunca, ni perdonarles nunca: ¡Dejaron que la abusara!

La condena era de veintidós años, pero se la bajaron a catorce porque mis hijas, Camila y Julia, no se presentaron como testigos el día del juicio. Sin la asistencia psicológica que pedí -un poco más de rodillas- no pude convencerlas. Lo que más querían ellas era presentarse y decir todo, pero no pudieron porque el miedo no las dejó.

La semana pasada me llamó su abogada para informarme que Hugo saldrá apenas cumpla los nueve años de prisión. ¡Están locos! ¿Por qué?, le pregunté: Por buena conducta, me dijo.

Al principio no me di cuenta, después caí: Nueve años se cumplen ya, en unos días nomás. 

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