Me llamo Miranda, tengo 31 años, nací en la provincia del
Neuquén.
No me había preguntado sobre el abuso, hasta que me lo
preguntaron y pude hacer memoria… Es que, quizás terminé por aceptarlo como
“normal”.
A los 13 años, en primer año del secundario, viví mi primer
abuso. Puedo recordar exactamente hasta la luz del lugar, y a la vez, lo había
olvidado. Fue un profesor de contabilidad de un colegio conocido. Con nuestros
compañeros varones él comentaba si éramos lindas o feas. Después nos hacía
pasar al frente y exponer sobre algún tema. Un día me toco pasar al frente, me
trató mal; me dijo: ¿sos estúpida? Reaccioné y salí del aula amenazando con dar
aviso a la directora. Él salió también, me agarro del brazo. Su rostro… sus
gestos ya no tenían la soberbia de hacía un rato, era otra persona. Empezó a
tocarme el brazo, caricias en el pelo y en la bufanda, terminó por tocarme los
senos... y yo sin poder moverme, sin poder decir una sola palabra, quieta… Trató
de convencerme no sé de qué, la verdad es que nunca llegue a la dirección, era
una niña avergonzada. Volví al aula, no dije nada a nadie. Dos meses después me
anime a contarle a mi mamá. Al profesor lo despidieron y a mí me cambiaron de colegio.
Todavía, algunas noches sueño que vuelvo a esa escuela…
Terminé primer año en un colegio religioso; nunca fui
creyente, pero era la única escuela que tenía bacante en agosto. El primer día
de clases, cuando entré al baño, había un cartel para mí que decía “Miranda te
voy a matar¨… Cuando terminaron las clases pedí que por favor me sacaran de esa
escuela y al año siguiente ingresé a un colegio bilingüe de jornada completa.
Nunca me sentí cómoda en ese lugar, y supongo que tampoco encajaba con el tipo
de amistades que aquellos padres querían para sus hijas. Estuve dos años, y
volví a conversar con mis papás sobre la idea de ir a una escuela pública. Accedieron,
la escuela tuvo bacantes, y empecé cuarto año del secundario.
En esa escuela podía ser “anónima” y tener libertad para
hacer lo que me daba la gana. Yo era una adolescente con ganas de conocer “el mundo”.
A veces siento pena por esa adolescente, otras veces
vergüenza, a veces elijo pensar que fue en otra vida. Al final pienso que hoy
soy lo que soy por toda esa confusión y dolor que alguna vez pasó…
Tenía dieciséis años y conocí a un hombre diez años mayor. Era
tatuador. Empecé a salir con él completamente inconsciente de lo que estaba
haciendo.
Con él probé cocaína, ketamina y no se cuanta droga más; no
tenía acceso a ese tipo de drogas sino a través de él. Mis primeros tatuajes
también los hizo él.
Hay dos episodios que recuerdo… también hay mucho que creo
que elegí olvidar. Era viernes o sábado a la noche. Les había mentido a mis
papás -que iba a una fiesta o algo así- pero me encontré con el tatuador.
Fuimos a casa de un amigo, consumimos cocaína, tuvimos relaciones. Después él
me pidió tener sexo anal. Nunca lo había hecho y tenía miedo, pero no pude
decir que no, no tenía capacidad de decidir.
Tiempo después, en vacaciones de invierno íbamos a viajar
con tres amigas a la cordillera. Allá nos esperaba otra amiga con su familia. Habíamos
quedado en encontrarnos en la terminal; nuevamente les mentí a mis padres y les
dije que me llevaba el papá de una de ellas; pero me fui al local de tatuajes.
Tomamos cocaína y tuvimos relaciones sobre la camilla, un sexo fuerte, pero el
único que conocía. Cuando saco su pene, cayó un chorro de sangre sobre la
camilla: me había lastimado. Fui a la terminal, subí al colectivo, no dije nada
a mis amigas, me senté y me desmayé. Ellas pensaron que me había dormido. A la vuelta tuve la lucidez de romper esa
relación.
Hace una semana tapé el último tatuaje que me quedaba.
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