Mi hermana soportó la violencia de él en silencio desde
inicio del noviazgo. Él
trabaja en un organismo del Estado que se dedica a defender los derechos de las
personas más vulnerables, además es experto en artes marciales y manejo de
armas.
Recién nos enteramos de lo que estaba pasando después de
varios años. Supimos además que una vez
mi hermana había intentado suicidarse con el gas. Era tal la violencia que
sufría que llegó a justificar el ¨desahogo sexual” de su marido aunque nos dijo también que después de
cada episodio ella se ponía antiparras para no verlo, protectores de oídos
y se envolvía en una frazada para evitar su contacto.
En septiembre de 2010 mi hermana hizo la denuncia ante la
Oficina de Violencia Doméstica (OVD) de la Corte Suprema de Justicia Nacional.
En octubre, la ratificó y logró legalmente la exclusión de
su marido del hogar.
Al día siguiente me llamó desde la comisaría llorando. Estaba esperando un móvil para
concretar la exclusión desde hacía horas. Frente a la inoperancia policial,
llamé al Secretario del Juzgado. Enviaron tres patrulleros y tres motos. Fue
tragicómico: los policías palmeaban a mi cuñado; mi hermana les indicaba dónde
estaban las armas; mi cuñado la insultaba mientras juntaba sus pertenencias. La
OVD había asegurado que la exclusión se realizaría con la presencia de una
asistente social, pero nunca llegó y tuvimos que sacar a los chicos de la casa.
Mi hermana y sus hijos se quedaron
viviendo en la casa familiar, que estaba en muy malas condiciones, ni siquiera
tenían agua.
Ella empezó
a trabajar en una clínica de Monte Grande para mantenerlos. Al principio le
hizo muy bien reinsertarse, pero los problemas de violencia que vivía a diario
le afectaban de tal modo que no pudo sostener su trabajo y renunció.
Él siguió amenazándola, entonces mi
hermana decidió dejarle la casa a él y a los chicos y se fue a vivir con mi
familia. Se comunicaba con sus hijos por redes o teléfono, pero ellos tenían
que esconderse en el placard para que el padre no los viera. Mi hermana solo
los veía los fines de semana, se encontraban en algún parque.
Ella no suportó la situación y en
mayo de 2011 intentó suicidarse con pastillas. Estuvo internada casi cuatro meses. En ese lapso, él se fue de
vacaciones con los chicos, y no le contestaba el teléfono. Cuando volvieron, él
dejaba a los chicos a cargo de una persona desconocida. Los hijos llamaban a mi hermana
todos los días porque tenían miedo, se peleaban, o estaban enfermos. Cuando él salía con su
pareja o con amigos, los
dejaba solos y encerrados.
El gabinete del colegio
sugirió un tratamiento psicológico para los tres chicos pero el padre se opuso.
En 2012, el Cuerpo Interdisciplinario de Protección contra
la Violencia Familiar dictaminó que mi hermana era víctima de violencia
psicológica, sexual, económica, simbólica y contra la libertad reproductiva.
Le aconsejamos que,
ante cada ataque, llamara al 102 y al 137, pero siempre recibía la misma
respuesta: le decían que no podían tomarle la denuncia porque existía una causa
iniciada.
Mi hermana lloraba mucho, se sentía abandonada por la Justicia.
Él está en una buena situación económica, pero tardó dos
años en alquilar un departamento mínimo para que mi hermana estuviera con sus
hijos. Ella se dedicó a
limpiar casas para poder mantenerlos. También buscó apoyo en los grupos que se
dedican a los menores que sufren violencia doméstica.
El 14 de enero de 2012
me escribió un mail. Asunto: Qué solas estamos. Era un texto largo en el que detallaba su inútil periplo por
todas las organizaciones que afirmaban asistir a las mujeres víctimas de violencia.
Por ese entonces, él le
suspendió la obra social del Poder Judicial que cubría sus medicamentos y sus
tratamientos médicos y psiquiátricos.
En octubre de 2015, mi
hermana participó de la primera marcha "Ni una menos".
Tras siete años de
lucha, el 20 de marzo de 2016, mi hermana se ahorcó, ahora está en el
Cementerio de Chacarita pero eso a pocos les importa.
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