El Dr. X no me saludó. Entró a la sala de partos de una
coqueta clínica de la Capital Federal, charló con la partera y el anestesista,
saludó a mi esposo, y fue directo a la camilla. Empezó su trabajo mientras
charlaba de temas triviales con Ana, la partera: el resultado de un partido de
futbol, la comida de la noche anterior.
El Dr. X no me dirige la palabra, pero decide inducir el
parto con oxitocina porque rompí bolsa hace 24 horas y aún no tengo dilatación.
La oxitocina hace su trabajo y las contracciones duelen mucho, ordena que me
apliquen la peridural mientras mi esposo me acompaña y masajea mi espalda para
aliviarme.
El médico, prestigioso y recomendado por sus pares, me ignora
como si fuera un objeto. Me dirige la palabra por primera vez para pedirme que
me ponga en posición ginecológica. Practica una serie de maniobras sobre mi
cuerpo, introduce la mano por donde debería salir el bebé y saca sangre,
líquidos, fluidos que arroja en un recipiente metálico. Nadie me explica nada,
como soy primeriza, supongo que todos los partos deben ser así. Me duele mucho
lo que hace el médico, siento como si introdujera todo su brazo dentro de mí.
El sigue conversando con la partera y actúa con naturalidad como si estuviera
preparando un té, afeitándose o cerrando los botones de su camisa.
Me pide que puje. Hago todo lo que puedo, pero no alcanza.
El Dr. X se ofusca: “hacés fuerza y te ponés toda colorada, pero aquí abajo no
pasa nada”. Olvido la respiración, el curso de preparto, todos los consejos
previos. La situación me supera y el
dolor me abatata. Entonces la partera pronuncia un consejo mágico: “Hacé de
cuenta que estás haciendo caca”. Mi
fuerza se dirige en la dirección correcta y al fín logro un gesto de aprobación
del Dr. X.
El trabajo de parto se prolonga y debo pujar varias veces.
Mientras pujo, la partera y el anestesista barren mi vientre con el antebrazo,
uno de cada lado. Nadie me había hablado de esto en el curso de preparto, nadie
me explica de qué se trata, me piden que siga pujando. Me barren un par de
veces más. La maniobra duele, estoy cansada,
hace ya una hora y media que estoy en la camilla.
El parto se precipita con respiraciones, pujos, barridas y
órdenes del médico. Estoy agotada, pero sigo haciendo esfuerzo. Después de más
de dos horas sin que nadie me explique qué está sucediendo noto que la partera
le hace un gesto al médico. Tiene el estetoscopio en la mano y cara de
preocupación: “no lo escucho”, dice. Entonces la frenética actividad se
detiene. El Dr. X hace una seña al anestesista para que refuerce la peridural.
Luego pide que todos se alejen y me mira a los ojos: “Esto es entre vos y yo.
El bebé tiene que salir ya”.
La fuerza sale de mí y termina donde debe salir el bebé. Lo
siento bajar y coronar, un dolor insoportable, un desgarro en mis entrañas.
Pujo una última vez con todas mis fuerzas, mientras veo que el Dr. X saca un instrumento plateado con aspecto de
pinzas de ensalada y lo introduce. Pienso en los fórceps y tengo miedo, nadie
me ayuda a disipar mi temor.
A las 11:37 una nueva cabecita asoma al mundo. El Dr. X
corta el cordón, me lo acercan para que le de un beso, y se lo llevan. Estoy aturdida, no entiendo lo que acaba de
pasar. Me siento ajena a la situación, como si la mirara desde una ventana,
como si le sucediera a otro.
Le pregunto al Dr. X si mi bebé está sano. Entonces me
cuenta que está bien, pero que tuvo que utilizar fórceps para sacarlo, que
tiene dos hematomas en las sienes que se van a absorber con los días. Luego me
ordena que siga pujando porque todavía tengo que expulsar la placenta. Estoy
tan anestesiada que me tiemblan las piernas. No puedo controlar el temblor,
aunque el Dr. X me lo ordene. Su labor concluye con 11 puntos de episiotomía. Mientras
me llevan a la habitación, recostada en la camilla y con los ojos cerrados
después de tanto esfuerzo, escucho (o tal vez imagino) que una enfermera le
dice a otra: “pobre chica”.
Mi hijo ya tiene 15 años y está sano. Aquel bebé al que
tanto le costó salir es hoy un adolescente curioso, inteligente y sensible, que
me llena de orgullo cada día. Desde el
punto de vista médico, la actuación del Dr. X pudo haber sido correcta, pero
nunca le voy a perdonar que haya estropeado lo que debería haber sido el
momento más importante de mi vida.
No puedo perdonarle que en ningún momento me explicara lo
que estaba sucediendo, que practicara
toda clase de maniobras sobre mi cuerpo sin pedirme permiso, que no registrara
mi dolor, que no planteara alternativas, que desechara mi participación en
cualquier decisión y, sobre todo, no
puedo perdonarle que no me saludara al entrar a la sala de partos. No fue falta de cortesía sino un brutal
ejercicio de poder: me declaró ausente
en mi propio parto. Me convirtió en espectadora pasiva de uno de los momentos
más trascendentes de mi vida. El Dr. X abusó del poder que le da su profesión. Transformó
el milagro de la vida en un hecho burocrático.
Comentarios
Publicar un comentario