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Testimonio, Silvina Quintans


El Dr. X no me saludó. Entró a la sala de partos de una coqueta clínica de la Capital Federal, charló con la partera y el anestesista, saludó a mi esposo, y fue directo a la camilla. Empezó su trabajo mientras charlaba de temas triviales con Ana, la partera: el resultado de un partido de futbol, la comida de la noche anterior.

El Dr. X no me dirige la palabra, pero decide inducir el parto con oxitocina porque rompí bolsa hace 24 horas y aún no tengo dilatación. La oxitocina hace su trabajo y las contracciones duelen mucho, ordena que me apliquen la peridural mientras mi esposo me acompaña y masajea mi espalda para aliviarme.

El médico, prestigioso y recomendado por sus pares, me ignora como si fuera un objeto. Me dirige la palabra por primera vez para pedirme que me ponga en posición ginecológica. Practica una serie de maniobras sobre mi cuerpo, introduce la mano por donde debería salir el bebé y saca sangre, líquidos, fluidos que arroja en un recipiente metálico. Nadie me explica nada, como soy primeriza, supongo que todos los partos deben ser así. Me duele mucho lo que hace el médico, siento como si introdujera todo su brazo dentro de mí. El sigue conversando con la partera y actúa con naturalidad como si estuviera preparando un té, afeitándose o cerrando los botones de su camisa. 

Me pide que puje. Hago todo lo que puedo, pero no alcanza. El Dr. X se ofusca: “hacés fuerza y te ponés toda colorada, pero aquí abajo no pasa nada”. Olvido la respiración, el curso de preparto, todos los consejos previos.  La situación me supera y el dolor me abatata. Entonces la partera pronuncia un consejo mágico: “Hacé de cuenta que estás haciendo caca”.  Mi fuerza se dirige en la dirección correcta y al fín logro un gesto de aprobación del Dr. X.

El trabajo de parto se prolonga y debo pujar varias veces. Mientras pujo, la partera y el anestesista barren mi vientre con el antebrazo, uno de cada lado. Nadie me había hablado de esto en el curso de preparto, nadie me explica de qué se trata, me piden que siga pujando. Me barren un par de veces más. La maniobra duele, estoy cansada, hace ya una hora y media que estoy en la camilla.

El parto se precipita con respiraciones, pujos, barridas y órdenes del médico. Estoy agotada, pero sigo haciendo esfuerzo. Después de más de dos horas sin que nadie me explique qué está sucediendo noto que la partera le hace un gesto al médico. Tiene el estetoscopio en la mano y cara de preocupación: “no lo escucho”, dice. Entonces la frenética actividad se detiene. El Dr. X hace una seña al anestesista para que refuerce la peridural. Luego pide que todos se alejen y me mira a los ojos: “Esto es entre vos y yo. El bebé tiene que salir ya”.

La fuerza sale de mí y termina donde debe salir el bebé. Lo siento bajar y coronar, un dolor insoportable, un desgarro en mis entrañas. Pujo una última vez con todas mis fuerzas, mientras veo que el Dr. X  saca un instrumento plateado con aspecto de pinzas de ensalada y lo introduce. Pienso en los fórceps y tengo miedo, nadie me ayuda a disipar mi temor.

A las 11:37 una nueva cabecita asoma al mundo. El Dr. X corta el cordón, me lo acercan para que le de un beso, y se lo llevan.  Estoy aturdida, no entiendo lo que acaba de pasar. Me siento ajena a la situación, como si la mirara desde una ventana, como si le sucediera a otro. 

Le pregunto al Dr. X si mi bebé está sano. Entonces me cuenta que está bien, pero que tuvo que utilizar fórceps para sacarlo, que tiene dos hematomas en las sienes que se van a absorber con los días. Luego me ordena que siga pujando porque todavía tengo que expulsar la placenta. Estoy tan anestesiada que me tiemblan las piernas. No puedo controlar el temblor, aunque el Dr. X me lo ordene. Su labor concluye con 11 puntos de episiotomía. Mientras me llevan a la habitación, recostada en la camilla y con los ojos cerrados después de tanto esfuerzo, escucho (o tal vez imagino) que una enfermera le dice a otra: “pobre chica”.

Mi hijo ya tiene 15 años y está sano. Aquel bebé al que tanto le costó salir es hoy un adolescente curioso, inteligente y sensible, que me llena de orgullo cada día.   Desde el punto de vista médico, la actuación del Dr. X pudo haber sido correcta, pero nunca le voy a perdonar que haya estropeado lo que debería haber sido el momento más importante de mi vida.


No puedo perdonarle que en ningún momento me explicara lo que estaba sucediendo, que  practicara toda clase de maniobras sobre mi cuerpo sin pedirme permiso, que no registrara mi dolor, que no planteara alternativas, que desechara mi participación en cualquier decisión y, sobre todo,  no puedo perdonarle que no me saludara al entrar a la sala de partos.  No fue falta de cortesía sino un brutal ejercicio de poder:  me declaró ausente en mi propio parto. Me convirtió en espectadora pasiva de uno de los momentos más trascendentes de mi vida. El Dr. X abusó del poder que le da su profesión. Transformó el milagro de la vida en un hecho burocrático.  

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