Era febrero o
marzo de 2010. No recuerdo mucho de ese verano, tenía 21 años, había cortado
con el que había sido mi novio por 5 años el diciembre anterior y, a veces, es
muy difícil saber qué hacer con la angustia.
Había salido a bailar a Ramos Mejía, estaba muy borracha
o muy drogada o ambas (si es que existe alguna diferencia). Me tenía que tomar
el colectivo de vuelta en la esquina de la casa en la que había vivido con
Gastón, mi ex, y en la que él seguía viviendo. Todavía tenía la llave, toqué
timbre y entré. Abrí la puerta del pasillo y Gastón abrió la de la casa, que
era el PH del fondo. Sólo necesitaba dormir por unos cuantos meses.
En la cama, entredormida, veo al chabón arriba mío.
“Salí, dejame”, le grité. Para lo único que sirvió fue para que me agarre las
dos manos con las suyas por arriba de mi cabeza y no me dejara moverlas, todo
al unísono con el susurro “puta, viniste para que te coja” en el oído. No lo
podía mirar a la cara, yo no lo podía mirar a él. Miraba para el costado
derecho, donde había una tele arriba de una bibliotequita. Él trataba de
meterme la pija y yo me fruncía de la cintura para abajo, que era lo único que
podía mover. Era inútil tratar de liberarme las manos. Le pegué una patada en
la chota con el pie izquierdo, con toda la planta, me lo saqué de encima y fui
a vomitar al baño. Vomité todo lo que había tomado, todo lo que había comido y
vomité mucho más también. Vomité en el inodoro, en el piso, en la bacha, en las
paredes. Nunca había vomitado tanto.
Sólo volví a vomitar así casi dos años después, cuando
por primera vez pude recordar lo que había pasado esa vez, que fue la última
vez que vi a mi ex. Recordé entre vómitos, después de leer un texto sobre
violaciones por parte de parejas, estadísticas al respecto y algún estudio
histórico sobre su estatuto jurídico. Vomité por un tiempo más.
Sólo se lo conté a algunas amigas muy íntimas. La
recepción fue diversa. No juzgo a ninguna. Hubo abrazos y también un “no te
cagó a trompadas…” que, junto con otras
apreciaciones sobre mi desventaja en aquel momento, sirvieron de dudosos
argumentos. No juzgo a ninguna. La situación podía exceder cualquier prejuicio
de lo que es una violación o un intento de la misma. Yo había ido sola a aquel
lugar y, sobre todo, el pibe no era un
desconocido. No respondía al miedo que tenemos cada una si está sola en cada
parada de bondi de madrugada o después de coger con unx desconocidx. Es más, el
flaco le caía bien a la mayoría, tan buenito que parecía, y más al lado de
alguien “con mi carácter”, como apreciaban algunxs familiares.
Su pinta de “buen pibe” no le impidió intentar usar de
una herramienta política tan eficaz como la violación, sobre todo me es claro si
considero que ya había intentado disciplinarme, en vano, con la amenaza de su
suicidio.
Gastón no me cagó la vida ni mucho menos, aunque antes de
poder recordar lo que había pasado me sentía incómoda si cogiendo me agarraban
las muñecas o algo por el estilo. Hace unos meses tuve una necesidad visceral
de tirar la bibliotequita que veía por encima de su hombro izquierdo mientras
intentaba ponérmela a la fuerza (dicho mueble y otras cosas fueron mudadas por
una amiga un tiempo después esa mañana de 2010). No pude sacarla a la calle. En
cuanto llegó al living la desarmé a patadas y hachazos. Los pedacitos de madera
se los llevó el camión de la basura.
La única pregunta que me queda es si Gastón, ahora o en
el transcurso de estos años, en su situación actual socialmente anhelada de
feliz padre de familia heterosexual, pudo alguna vez pensar/recordar/reconocer
que intentó violarme.
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